domingo, 14 de abril de 2013

El misterio de Belmonte

Vaya por delante que ignoro si el suicidio es un acto valentía, pero creo que no lo es de cobardía. Y el suicidio de Juan Belmonte no fue, desde luego, obra de un cobarde.
Supongo que es casualidad el que haya acabado de leer Juan Belmonte, matador de toros, escrito por Manuel Chaves Nogales, justo 121 años después de que naciera uno de los mejores toreros de la historia. Es un magnífico libro que recomiendo leer a todo aquel que decida afrontar la escritura de la biografía de un torero o de cualquier otro personaje público.No es necesario ser aficionado a la fiesta para disfrutar de su lectura. Alguna vez creo haber dicho que yo no lo soy, aunque tampoco pertenezco a la liga antitaurina,
Si bien, está escrito con una gran exquisitez, en mi opinión la distancia que siempre mantuvo Belmonte en sus relaciones no le permitió a Chaves ahondar más en la personalidad del torero más allá de donde este quiso contarle. Como ejemplo, no parece muy normal que en una autobiografía, aunque a ratos parezca novelada, falten datos como el de un hijo natural que, a la hora de escribirse, tenía ya 17 años y al que todos los íntimos conocían.
También es cierto que estas ausencias junto con algunos pasajes, de esos que se deben leer entre líneas, permiten acercarse a la complejidad de la persona de Belmonte. No es casualidad que el revólver con el que se quitó la vida le hubiera acompañado desde siempre y que no era la primera vez que coqueteaba con la idea de pegarse un tiro.
Los motivos exactos de por qué lo hizo murieron con él. Se ha especulado con la posibilidad de una enfermedad terminal o con los amores imposibles con una jovencísima rejoneadora colombiana. Mi teoría es que el viejo matador se negó a cumplir 70 años viendo cómo sus facultades mermaban y simplemente se aburrió de vivir.
Hoy quiero rendir mi homenaje a Juan Belmonte García, el Pasmo de Triana, a través de la palabra de Manuel Chaves Nogales que puso en boca del matador la crónica de una de las mejores faenas de la historia de la tauromaquia.
Antes les pongo en antecedentes:
Madrid, 21 de junio de 1917, corrida del Montepío de Toreros. Está a punto de salir el sexto toro de la tarde y el público abuchea a Belmonte, al que consideran acabado, tras aplaudir a rabiar a Gaona y a Joselito.
El público de Madrid me rechazaba implacablemente. En estas condiciones me abrí de capa ante el sexto toro, en la corrida del Montepío de Toreros, el año 1917.
Di dos verónicas, que aunque el toro salió gazapeando, tuvieron la virtud de hacer el silencio en el público y fijar su atención en mí. Luego, en el primer quite, me planté ante la bestia, y quieto, moviendo muy despacio los brazos, di otras tres verónicas, tan suaves, tan lentas, que mientras las estaba dando advertía el silencio emocionante de las trece mil almas, pendientes de lo que yo hacía. Terminé con un recorte tan afortunado que de él guardo la impresión de que el toro era una masa fácilmente moldeable que se plegaba al inverosímil arabesco de mi cuerpo y mi capote. El público debió quedar un poco desconcertado. Seguramente no esperaba aquello de mí. Pero el triunfo aquella tarde no estaba tan barato. Cuando el toro entró por segunda vez a los caballos, ya estaba allí Rodolfo Gaona con la gracia de su capote para hincarse de rodillas, y con un lance apretadísimo y un recorte bonito y valiente, entusiasmar de nuevo al público y borrar un poco la impresión de mis verónicas. Tras él, Joselito enganchó al toro con su capa maravillosa, y despacito, muy suavemente, le atrajo, y al llegar al instante del embroque, cargó la suerte con el cuerpo y produjo una emoción indescriptible. La muchedumbre hervía de entusiasmo. Fue entonces con más fe he ido en mi vida hacia un toro. Dejándome de adornos y alegrías, llamé a la res como manda la ley del toreo rondeño puro, y entregándome, con una confianza ciega, le di media verónica, que acaso sea la que mejor haya ejecutado en toda mi vida torera. Se levantó la multitud como si un resorte la hubiese alzado de los asientos, y ante sus ojos asombrados tracé luego entre los cuernos del toro el farol más acabado y exacto que podía imaginarse. Tuve suerte. El mayor albur de mi vida estaba ganado. Gaona se echó el capote a la espalda y se apretó como un valiente en tres gaoneras bellísimas, elegantes, artísticas, todo lo que se quiera. Pero aquella media verónica mía no hubo ya quien la borrara.
Salió Magritas a banderillear, y clavó un par soberbio, como en muchos años no se había visto otro. Ya en estas nuevas condiciones se podía coger la muleta e ir hacia el toro con ciertas esperanzas de reconquistar el prestigio.
Hinqué las dos rodillas en tierra y cité al toro. Fue un pase que resultó impecable. Seguí toreando por naturales pegado al toro y clavado en la arena. El animal prendido en los vuelos de la muleta, iba y venía en torno a mi cuerpo, con exactitud matemática , como si en vez de precipitarse por mandato de su ciego instinto, le moviese un perfecto mecanismo de relojería, o más exactamente, aquel aire suave de pausados giros de que hablaba Rubén. Después de hacer una faena rondeña, clásica, sobria, y de torear con la mano izquierda suave y reposadamente, me cambió de mano la muleta y burlé a la fiera con la alegría de unos molinetes vistosos y unos desplantes gallardos. Dicen que fue aquélla la mejor faena que he hecho en mi vida. Quizá. Yo sé únicamente que aquel trance en que mi abandono me había puesto, hice lo que de modo inexcusable hice lo que había que hacer para seguir siendo torero. Por eso seguí siéndolo.
Nunca he visto a un público tan emocionado como aquella tarde...
Un momento como aquél vale por todas las amarguras de la vida del torero. Porque así me lo parece es por lo que caigo, acaso, en la impertinencia de contarlo yo mismo con una pueril inmodestia.

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