sábado, 17 de diciembre de 2011

El beso de Rekalde

En estos días he estado recorriendo algunos de los lugares de mi pasado. Por eso, me acerqué, cámara en ristre, a la bilbaína calle León de Uruñuela en Rekalde, donde viví casi un par de años antes de comenzar la primaria en Portugalete.
A pesar de no haber vuelto hasta ahora, tenía recuerdos e imágenes impregnadas en mi memoria durante cuarenta años: la calle empinada, el color de los edificios, los paseos diarios de la mano de mi madre camino de la guardería de La Casilla, la visita de los domingos a la oficina de La Alhóndiga en las que trabajaba mi padre y donde aporreé por primera vez una máquina de escribir… pero lo que mejor recuerdo es la proyección de Bambi en el cine Rekalde.
Sí, Bambi fue la primera película que vi. En aquella versión, aún se veía cómo los cazadores mataban a su madre. Imagino que el trauma que dejó a miles de niños, hizo que se suprimieran aquellas imágenes explícitas. Lo cierto es que posiblemente aquel día conocí el significado de la palabra tristeza, y eso que también reí con el conejo Tambor.
En esos pensamientos andaba, frente al bar que hoy ocupa el local del viejo cine cuando al girarme, me topé con una troupe de equilibristas, payasos, músicos y malabaristas que hacían las delicias de pequeños y grandes en la calle. 
Así que cambié el chip y me dispuse a tratar de conseguir alguna instantánea decente entre aquel maremagno de chiquillería, artistas y curiosos.
Pronto me llamó la atención una chica vestida de verde y su perro amaestrado, el cuál daba unos saltos increíbles tratando de captar la pelota que ella utilizaba como reclamo.
Los músicos arrastraban su amplificador mientras los malabaristas usaban sus bolos, pelotas, aros y monociclos al son de lo que ellos tocaban. Estuve observando al chico del violín eléctrico que parecía estar algo descontento con la descoordinación de los artistas y me admiró que tratara inútilmente de poner orden entre un grupo de gente que disfrutando yendo a su bola… o a su monociclo. 
Pero a pesar de las molestias del violinista, el espectáculo era magnífico. Los malabaristas practicaban nuevos números al compás de la melodía que los músicos interpretaban impecablemente.  
Estuve allí hasta que, llegada la hora de comer, los artistas fueron abandonando el parque. Y, justo, cuando me disponía a marcharme, vi como la domadora de perros pasaba el brazo por encima del hombro del violinista y le besaba feliz.
Mi cámara y yo no pudimos sino sonreír.

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